En el artículo anterior presenté la lista de preguntas que Winston Churchill elaboró pensando en los requisitos para que un país fuera democrático, específicamente en la visión liberal, y abordé la primera de las cuestiones. Ahora toca continuar con las dos siguientes.

¿La ciudadanía tiene el derecho de cambiar al gobierno que ya no aprueba? Se pregunta el distinguido británico. Esta pregunta, que se relaciona con la primera en la que ya se enunciaba el tema de la oposición, consiste en esencia en cuestionarnos si existen elecciones competitivas.

Este tipo de elecciones, siguiendo a Adam Przeworski, son aquellas donde quien esta en el gobierno (persona o partido) puede hacer muchas cosas para continuar en él, pero aún así puede ser cambiado por la voluntad popular. El politólogo polaco lo explica con claridad en “Why Bother wit Elections”, los partidos intentarán hacer todo lo posible para llegar al poder o para quedarse en él, pero si aún haciéndolo hay la posibilidad de que sea derrotado quien gobierna, tenemos elecciones competitivas.

Debes recordar algo: los partidos son tan virtuosos como la gente que los conforma.

[Actualizando la democracia Churchilliana (I)]

Las elecciones competitivas requieren una conducción imparcial de la contienda. Esta, en muchas partes del mundo, se ha encargado a los ministerios o secretarías del interior; en México hemos optado por crear órganos autónomos que organicen y califiquen las elecciones porque nuestra lastimosa historia democrática así lo ha aconsejado. El diseño de las autoridades electorales mexicanas tiene como origen la desconfianza en el Ejecutivo para conducir elecciones con imparcialidad.

Ahora la afirmación churchilliana implica que las y los votantes evalúan al gobierno. Ahí, como ya lo apunté en la columna anterior, toma relevancia el derecho a la información, que en periodo de campañas tiene como una forma de presentarse la propaganda político-electoral. Los partidos y candidaturas debaten no solo sobre sus propuestas, sino también acerca de la labor realizada por el gobierno en turno.

Campañas de contraste, se les suele llamar.

Sin embargo, no existe, no puede existir, un parámetro único para la evaluación. No se le puede decir a un o una votante que “si el partido en el gobierno cumplió al menos el 51% de sus propuestas debes votar por él”; por tanto, cada quien examina los éxitos y los fracasos del gobierno conforme su personal criterio; y sabemos que ahí entran lo mismo las emociones de la mente que las razones del corazón.

Por ejemplo, cuando decides tu voto, ¿bajo qué criterios evalúas al partido que gobierna?

Ahora bien, esas elecciones deben tener un efecto. De nada serviría que el pueblo (palabra que prefería Schmitt) vote por un partido o candidatura y un poder superior anule el resultado solo por no ser el que esperaba.

La tercera pregunta es ¿Los tribunales están libres de la intromisión del ejecutivo y de las amenazas de las turbas así como de cualquier asociación con los partidos políticos? Independencia judicial, le llamamos.

En una democracia liberal la independencia de los tribunales resulta esencial, entre otras cosas, para proteger a las personas de los deseos de la mayoría. Principalmente la protección de los derechos fundamentales.

Esto genera una tensión irresoluble entre tribunales y democracia. Entre el poder de los jueces y el de los legisladores. En el fondo la pregunta sigue siendo ¿quién es el guardián de la Constitución? (en estas mismas páginas puedes leer una serie de artículos míos denominada “¿Quién es la guardiana de la construcción democrática de las leyes?” en la que abordo el tema) y si la decisión popular puede o no tener límites.

En todo caso la independencia judicial en una democracia liberal forma parte del sistema de contrapesos. Una judicatura que no es independiente se vuelve un departamento del ejecutivo o el legislativo, y por tanto no sirve para limitar el poder. Y ahí está la clave de la democracia liberal: ningún poder, ni el popular, es absoluto.

En otros modelos democráticos se reclama que la judicatura esté al servicio, no del gobernante, sino de una causa común, que es la de la transformación social. En otros, como el constitucionalismo de Waldron si lo he entendido bien, se distingue entre la protección de las personas por conducto de las sentencias de los tribunales, y la derogación de normas democráticamente logradas por decisión de la judicatura, aceptándose solamente lo primero.

Ahora, al repasar la pregunta del político inglés, puede observarse que no se refiere solamente a la independencia judicial frente al gobierno, sino también frente a otros factores, como la opinión popular, y también los partidos políticos.

Es cierto que la función judicial no debe buscar el aplauso. Que dictar sentencias no es un asunto de ganar o perder adeptos, pero al menos cuando hablamos de cuestiones constitucionales, ya Néstor Pedro Sagüés se ha referido a la “interpretación previsora”, como aquella que toma en cuenta los posibles efectos de una resolución.

La judicatura lo sabe. Ahí tenemos las sentencias que buscan cambiar políticas públicas o costumbres sociales.

La independencia frente a los partidos se explica por sí sola. Pero hay otra que, me parece, se vuelve fundamental y queda un poco insinuada en la afirmación de Churchill. Me refiero a la separación de la judicatura y los grupos de poder económicos y religiosos, que en ocasiones pueden tener más posibilidades de presión que el gobierno mismo.

Dicho de otra forma, la independencia judicial se requiere tanto de los poderes constitucionales como de los reales.

(Continuará)

 

 

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