Desde su campaña, el presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador, ha dicho que llevará a México a su Cuarta Transformación. ¿Qué implicaciones tiene esta oferta política y cuáles son las acciones que deben implementar para consolidarla?

AMLO definió así la transformación: “Con base en lo logrado, buscaremos emprender una transformación pacífica y ordenada, sí, pero no por ello menos profunda que la Independencia, la Reforma y la Revolución; no hemos hecho todo este esfuerzo para meros cambios cosméticos, por encimita, y mucho menos para quedarnos con más de lo mismo”.

Las anteriores transformaciones a las que se refiere el presidente electo tienen un gran significado histórico que realmente cambiaron a la nación y que tenían su fundamento en  una estructura jurídica que privilegia el orden constitucional.

En la primera transformación, la Independencia, se consumó con la Primera Constitución de México, la cual entró en vigor el 4 de octubre de 1824, después de la consumación de la Independencia de México y del posterior derrocamiento del Primer Imperio Mexicano de Agustín de Iturbide, estableciendo una República Federal representativa con el nombre de Estados Unidos Mexicanos.

La segunda gran transformación fue con la Constitución de 1857 y su confirmación con las leyes liberales que se dieron entre 1859 y 1860, las llamadas Leyes de Reforma. Éstas concibieron un conjunto de leyes expedidas con la finalidad de completar la Constitución de 1857. Entre las principales se encuentran eliminar los dominios del clero y del ejército y declarar la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; asimismo, se obligaba a las corporaciones civiles y eclesiásticas a vender casas y terrenos; y se prohibía el cobro de derechos y gratificaciones parroquiales, el diezmo y se expedía la Ley de libertad de culto.

La Revolución Mexicana dio origen a la Constitución de 1917, una de las más avanzadas de su época a nivel mundial, ya que estableció un Pacto Social en el cual se proponía con claridad la relación entre los Poderes de la Federación y entre los tres órdenes de gobierno y la ciudadanía, además de incorporar los derechos sociales que se materializan en los artículos 3, 27 y 123.

La Constitución de 1917 es la que nos rige actualmente con múltiples cambios que se han dado conforme el desarrollo mismo de la nación, de las formas de organización social que impone los avances tecnológicos y cómo la sociedad se apropia de ellos.

En todas estas transformaciones siempre se ha manifestado una dualidad difícil de entender, el caudillismo y la legalidad, la cual no se ha podido romper del todo.

Por un lado, los movimientos sociales tuvieron varios caudillos destacados: en la Independencia: Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Josefa Ortiz de Dominguez, José María Morelos y Pavón; en la Reforma: Benito Juárez, Melchor Ocampo, Ignacio Comonfort, Mariano Escobedo; y en la Revolución: Francisco Villa, Emiliano Zapata, Venustiano Carranza, Alvaro Obregón y Francisco I. Madero.

Estos tres movimientos derivaron en un orden constitucional que en todos los casos terminó con el fenómeno del caudillismo para instaurar un proceso de legalidad institucional.

En esta larga transición que llevamos de cinco meses, lo que se puede apreciar con el presidente electo es el gran dilema entre mantener el caudillismo que le permitió lograr un triunfo incuestionable en las urnas o llevar a cabo la transformación que lo eleve al estatus de estadista con una visión de largo plazo, es decir, que ponga manos a la obra para ofrecer, como él mismo dice, un cambio sin violencia, bajo un orden constitucional al que la sociedad se sujete.

Ejemplos como el combate a la corrupción son temas que muestran este gran dilema. En sus manos está crear el Sistema Nacional Anticorrupción, dando total independencia a un Fiscal General y a un Fiscal Anticorrupción, y que incluya leyes que complementen esta propuesta: hacendarias, administrativas, etcétera; o bien, continuar como hasta ahora, encarcelar, enjuiciar y condenar a un presunto responsable, gobernador o funcionario público, por voluntad del mandatario, sin mayores elementos que la presunción social o política de que es corrupto.

Otro ejemplo es la construcción del nuevo aeropuerto, donde el clamor social o los intereses particulares u obsesiones personales quedan por encima de estudios técnicos y financieros, de operatividad y conectividad, y usan esos caprichos para imponerse a las leyes.

O bien, las reformas educativa y energética, las cuales son reprobadas por un sector de la sociedad porque consideran que no ha dado los resultados previstos, cuando sabemos que los efectos positivos de la primera serán evidentes en una década, mientras que los buenos resultados de la energética se empezarán a notar en tres o cuatro años.

Desafortunadamente, no es como muchos creen que con la llegada del caudillo todo se resuelve de manera automática.

Al final, aún queda la incógnita de cuál será la postura que asumirá el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, la de un caudillo que se pasará recorriendo el país entero como si estuviera en campaña y declarando lo que el sector radical de la sociedad quiere oír, o se convertirá en un estadista que dé paso a la consolidación de un Estado de Derecho, donde se alcance un arreglo institucional fundamentado en leyes acordes a nuestra realidad y que se cumplan sin distingo.

El dilema aún no está resuelto y el reto es grande, si vamos por una Cuarta Transformación o nos estancamos en una lucha por el poder, donde la mezquindad, el revanchismo y la venganza será el común denominador.

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